Sach en prensa

23-11-2012

MEDIO: Revista Caras

Adictos a las drogas de pabellón

Aunque no hay cifras públicas, en Chile existen profesionales de la salud adictos a los opioides –morfina, demerol y otros derivados–. Una realidad escondida bajo la alfombra de la falta de protocolos, control y prevención en el manejo de sustancias peligrosas.

Corría el año 2001 cuando saltó la primera luz de alerta. Clara Troncoso, paramédica del Hospital San José, aparecía muerta en uno de los baños de pabellón del centro médico. Las crónicas de la época dicen que Clara estaba de turno, que eran las cuatro de la mañana y que cuando la encontraron, todavía tenía colgando la aguja en el brazo. Hace tiempo, se había hecho adicta a la morfina en el hospital, pero esta vez se equivocó, inyectándose una dosis mortal de fentanyl, uno de los tantos opioides que se ocupan para anestesia en operaciones o para tratar casos de cáncer, por su potente poder analgésico. Y aunque han pasado más de diez años desde ese caso fatal, lo cierto es que la adicción de profesionales de la salud a los opioides es una realidad que está lejos de desaparecer. Junkies al mejor estilo de Gregory House, el protagonista de Dr House —adicto al Vicodim y dispuesto a experimentar con otras sustancias— que pueden estar en cualquier clínica u hospital, arriesgando su propia salud y la de sus pacientes. Según la British Medical Journal, un 12 por ciento de los médicos abusa del alcohol o de la marihuana y el siete por ciento de sedantes, estimulantes y opiáceos. En Chile no hay estadísticas públicas sobre este tipo de adicciones en personal médico. Es muy fácil ser adicto con delantal blanco. No sólo por el acceso a la droga, también por la forma de administración que se utiliza. “Un paciente puede recibir cinco dosis al día. Cada una lleva opiacios, gases anestésicos, propofol y yo los manipulo. Cargo las jeringas, las rotulo y nadie me está mirando, puedo guardarme un centímetro cúbico de fentanyl para pasarlo bien harto rato. También hay gente que le hace al protóxido (gases anestésicos, óxido nitroso). Hay teorías que indican que en pabellón, las personas se vuelven más sensibles a los fármacos, básicamente porque existe una alta contaminación de anestésicos… Todo lo que el paciente inhala como droga anestésica, lo elimina allí y cuando los doctores se van a la casa, echan de menos el ‘olorcito’ del gas. Esa teoría no es descartable y puede explicar el inicio de la adicción”, cuenta un médico de un hospital capitalino que pone como condición el anonimato. Humberto Guajardo, siquiatra y director del CIAD (Centro de Investigaciones y Asistencia a las Drogodependencias) lleva diez años enfrentando este problema, desde que tomó el primer caso de un anestesiólogo adicto a los opioides en Chile. A la fecha, el CIAD ha tratado 20 casos, con un ciento por ciento de efectividad en la rehabilitación. “Los profesionales de la salud están insertos dentro de la sociedad y una de las cosas que sabemos hoy es que las adicciones son transversales a todos los sectores. Por lo tanto no es de extrañar que ellos puedan desarrollar ese problema”, explica Guajardo desde su oficina en la Facultad de Medicina de la Usach. “Con la Sociedad Chilena de Anestesiología hemos abordado con mucha seriedad este tema, pues el manejo no normado de las sustancias puede producir situaciones de riesgo”, cuenta Guajardo. Los anestesiólogos son de los profesionales más ‘permeables’ a una posible adicción. “El anestesiólogo tiene que saber lo que está haciendo. Tiene un alto nivel de estrés, porque las cosas en pabellón pueden terminar muy mal. También hay una presión histórica: antiguamente la gente moría como mosca bajo los efectos de la anestesia… Existía esa frase: se quedó en la anestesia. Eso cada vez es menos cierto, pero es una especialidad de alto estrés. Tienes una persona que entra despierta, caminando, la duermes, la dejas con sus funciones muy bajas y luego tienes que sacarla para que ojalá salga consciente. Entremedio pueden pasar muchas cosas. Hay más presión todavía para los anestesiólogos que no están institucionalizados, que tienen que estar corriendo por diferentes clínicas y hospitales, algo muy común en el gremio. Ellos programan su día de manera muy difícil, se desplazan y van dejando pacientes en muchos lugares y eso genera un estrés enorme”, explica Mauricio Ibacache, anestesiólogo del Hospital Clínico de la UC, miembro de la Sociedad de Anestesiología de Chile (SACH) y especialista en farmacología. El doctor Ibacache ha visto el problema de cerca. Y apunta al estilo de trabajo de los profesionales como uno de los gatillantes de posibles adicciones. “Todas las anestesias actúan sobre el sistema nervioso central y pueden provocar sensaciones deseadas por algunas personas. Si hay mucho estrés, y los medicamentos tienen efectos de ansiolisis, éstos pueden convertirse en fármacos adictivos, por ejemplo la ketamina, propofol, barbitúricos, morfina, fentanyl, sufentanil, alfentanil o demerol”, explica. El siquiatra Humberto Guajardo cree que la adicción a los opioides es casi una constante en los anestesistas y tiene que ver con su vocación: la preocupación por el dolor. “El anestesista trabaja muy cerca del dolor y el opioide es una herramienta para mitigarlo. Es lógico que piensen erróneamente que ellos pueden controlar la droga sin correr riesgos”. EXISTE UN PROTOCOLO PARA DETECTAR Y REHABILITAR AL PERSONAL MÉDICO. Fue elaborado por Guajardo, junto a la Sociedad Chilena de Anestesiología. “Lo primero es practicar exámenes para ver si existe consumo. Se conversa con el profesional no con un afán punitivo, el objetivo es rehabilitar. Si existe dependencia se pasa a la desintoxicación, en la clínica, donde se le mantiene un lapso de tiempo para generar deshabituación. En el caso de los médicos, ingresan a un protocolo de tratamiento y seguimiento por un período muy largo, donde están sin acercarse a los pabellones, sin dar anestesia. Son controlados por nosotros y por tutores de la Sociedad de Anestesiología. Durante el período de tratamiento intensivo, están con licencia médica, generalmente por un año. Luego de terminado el tratamiento, pueden volver al trabajo, pero quedan fuera de pabellón, atendiendo pacientes y con permanentes controles de droga. Progresivamente son autorizados para volver a pabellón e inyectar opioides, supervisados por otro médico. Si la persona logra cumplir con el tratamiento durante cinco años, puede retomar su trabajo normalmente. El programa que desarrollamos con la SACH tiene estándares incluso superiores a los de España y Estados Unidos. Hay hospitales que han implementado estos protocolos”. Ibacache, quien tiene contacto permanente con las nuevas generaciones de anestesistas, piensa que las cifras respecto de este tema todavía son la punta del iceberg. “No existen datos nacionales y si los hay, son muy minimizados. No tengo conocimiento de casos actuales, pero sí hemos tenido becados que han sido ‘pillados’ en actitudes sospechosas, y al ser enfrentados, lo aceptan. Ellos tienen conductas bien llamativas: cambios muy bruscos en el estado anímico, estallan en el pabellón, piden mucho permiso para ir al baño durante las operaciones, andan somnolientos y eventualmente en los turnos se quedan dormidos. Es problemático el control porque es fácil extraer dosis pequeñas para uso personal, basta con poner menos cantidad al paciente. Los doctores no tienen una cámara pegada cada vez que preparan la jeringa, y pueden ir guardando poco a poco”. “Sería necesario como país preocuparse por este problema, el personal de salud está permanentemente en contacto con drogas muy dañinas y peligrosas. Ese es un tema que además de requerir de entrega de información preventiva, también necesita de un control que debiera hacerse regularmente en los equipos de salud. Eso no es fácil, pero creo que el trabajo es suficientemente importante para que así como en las lineas aéreas se realizan inspecciones permanentes, también deberían estar contempladas en el ámbito de la salud”, concluye Humberto Guajardo. Carta de un médico ex adicto Impacto provocó el año pasado la publicación de una carta de un médico ex adicto a la morfina en la revista British Medical Journal, en un número dedicado a las drogas y a cómo la criminalización de su consumo aumenta la expansión del VIH. “Necesito actuar rápido para estar listo para el ‘subidón’, para sentirlo completamente (…) La jeringuilla está en la mesa; la nueva y reluciente aguja naranja, expectante. Uno de los pequeños beneficios de ser doctor y adicto es que las agujas limpias están a tu alcance, y el riesgo de VIH y hepatitis B o C es bajo. Todo está en silencio, las puertas y cortinas están cerradas, está todo a oscuras excepto por la lámpara de la mesilla. Estoy solo en casa; no hay glamour ni drama ni heroin-chic (look de heroinómano). Es sólo un egoísta, sobornable, engañoso, sórdido y solitario vicio. La aguja se desliza sin dolor; es como un beso, sólo un instante de resistencia hasta que penetra la pared de la vena. Tiro del émbolo para confirmar que estoy en la vena y, ah, el alivio de ver la oscura espuma de sangre en la jeringuilla, una bandera roja indicando que todo está listo. Ahora nada se interpone entre la droga y yo. Una maravillosa, cálida oleada acariciando todo mi cuerpo. Y tan rápido como llega, se va; eso es todo, hecho, terminado. ¿Ha valido la pena?”. El doctor relata también las lapidarias consecuencias de su adicción, el síndrome de abstinencia. “Fue terrible. No puedo calmarme, sé lo que se avecina, se inclina sobre mí como una losa. Sé que no hay ningún riesgo médico importante, y, uno a uno, los síntomas físicos no son tan malos, pero la ansiedad, la ansiedad, es insoportable. No hay salida, no hay escape. Salvo tomar otra dosis, que aliviaría todos los síntomas al instante”. Luego de algunas recaídas, su proceso de rehabilitación tuvo éxito. “Aunque como todo adicto sólo puedo afrontar un día tras otro”, y la enseñanza valiosa: “Me ha hecho un mejor médico, mejor conocedor de la debilidad humana porque mi propia debilidad es profunda”.

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